Amanece en
Nazaret. Los rayos del sol traspasan heridos las nubes y las gotas de lluvia.
Es nuestro primer día. Somos vecinos de María, de la casa donde ella creció y
la Palabra acampó. Muy cerca la casa de José y entre las dos el conjunto
arqueológico formado por las cuevas de este pequeño pueblo. Protegidos por los
paraguas cruzamos la transitada calle. Una verja. El faro de la cúpula sigue
iluminando. Entramos en la gruta y nos deslizamos entre el pasillo que conduce
a la sacristía. Allí, sobre los armarios las imágenes de la Virgen del Pilar y
de los Desamparados, entre otras, nos arropan con su mirada. Revestidos con el
alba y la estola nos dirigimos a uno de los lugares más santos de la Iglesia.
Nuestro guía, el obispo D. Esteban Escudero preside la misa. Aquí el Verbo se
hizo carne. Y aquí, sobre el altar, Cristo acampa en la fragilidad de la
eucaristía, la puerta abierta a la eternidad de Dios.
Concluida la
eucaristía entramos en el museo arqueológico. Los franciscanos han logrado
revelar, sacar a la luz, piedras milenarias, un grafiti con la representación
de san Juan Bautista y la cruz, no de los cruzados, sino de los primeros
cristianos, con sus cuatro cruces, los capiteles franceses destinados a este
lugar durante las cruzadas y escondidos tras la pérdida de Tierra Santa,
lamparillas y objetos de cerámica. Abandonamos la sala y nos acercamos a una de
las cuevas de Nazaret, pequeña, formada por una sala a la que se abrieron
oquedades donde los hijos dormían. ¡Cuántas veces Jesús entraría en esta cueva!
Porque en pueblo pequeño los niños conocen y entran en todas las casas.
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