La tarde nos acompaña
en la excursión hasta Magdala. Miro a través de la ventana del autobús. La
fuente de María nos saluda. Nazaret se extiende sobre las laderas y montañas.
En una de ellas sus vecinos intentaron despechar a Jesús. Antes, había marchado
hacia el Jordán y el desierto. Regresa a su pueblo. Es el hijo de José, el
carpintero. No descubre en ellos la fe. ¿Cuántas horas pasaste caminando por
estos montes, prados y verduras, buscando la voluntad del Padre en el silencio
del rumor de los árboles? “El hijo de José está raro, no el mismo que antes de
partir hacia el Jordán. Juan lo ha trastornado”, pensarían quienes creían
conocerte, porque habían comido y bebido contigo en la Pascua. Jesús tampoco se
siente cómodo en este lugar y decide marchar hacia el lago de Genesaret, los
pueblos a los que en numerosas ocasiones había viajado con José para trabajar.
El paisaje ondulado con las verdes mieses fundiéndose en el azul celeste. Por
allí, no, quizás fue por allá, caminó, solitario, pensativo y taciturno Jesús.
Y busco en el horizonte el mar de Galilea, como el viajero desea hallar pronto
la meta. Con el asombro de D. Quijote, el caballero discípulo de Cristo,
contemplo el mar y mis ojos se sumergen en el lago de Jesús. Descendemos y nos
adentramos en Magdala, el pueblo de María, la Magdalena. Destruido
precipitadamente por las legiones romanas en su avance hacia Jerusalén a
finales de los 60, fue sepultado por un deslizamiento de tierra y a principios
de este siglo durante la construcción de una casa de peregrinos descubierto,
con su calle principal, el cardo, las casas y sinagoga. Con temor y temblor
miro las ruinas arqueológicas. Con certeza Jesús estuvo aquí. La tarde declina.
En la iglesia una ventana. El lago.
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