viernes, 6 de marzo de 2020

8 de enero. Magdala.


La tarde nos acompaña en la excursión hasta Magdala. Miro a través de la ventana del autobús. La fuente de María nos saluda. Nazaret se extiende sobre las laderas y montañas. En una de ellas sus vecinos intentaron despechar a Jesús. Antes, había marchado hacia el Jordán y el desierto. Regresa a su pueblo. Es el hijo de José, el carpintero. No descubre en ellos la fe. ¿Cuántas horas pasaste caminando por estos montes, prados y verduras, buscando la voluntad del Padre en el silencio del rumor de los árboles? “El hijo de José está raro, no el mismo que antes de partir hacia el Jordán. Juan lo ha trastornado”, pensarían quienes creían conocerte, porque habían comido y bebido contigo en la Pascua. Jesús tampoco se siente cómodo en este lugar y decide marchar hacia el lago de Genesaret, los pueblos a los que en numerosas ocasiones había viajado con José para trabajar. El paisaje ondulado con las verdes mieses fundiéndose en el azul celeste. Por allí, no, quizás fue por allá, caminó, solitario, pensativo y taciturno Jesús. Y busco en el horizonte el mar de Galilea, como el viajero desea hallar pronto la meta. Con el asombro de D. Quijote, el caballero discípulo de Cristo, contemplo el mar y mis ojos se sumergen en el lago de Jesús. Descendemos y nos adentramos en Magdala, el pueblo de María, la Magdalena. Destruido precipitadamente por las legiones romanas en su avance hacia Jerusalén a finales de los 60, fue sepultado por un deslizamiento de tierra y a principios de este siglo durante la construcción de una casa de peregrinos descubierto, con su calle principal, el cardo, las casas y sinagoga. Con temor y temblor miro las ruinas arqueológicas. Con certeza Jesús estuvo aquí. La tarde declina. En la iglesia una ventana. El lago.

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