Diario de un cura rural en Tierra Santa
viernes, 6 de marzo de 2020
8 enero. Llueve en Nazaret. La cueva de Jesús.
El manto de la noche cubre Tierra Santa. Regresamos a la Casa Nova de
Nazaret. Llueve copiosamente. A las siete cenamos. El peregrino descansa en su
confortable habitación: luz, calefacción, agua corriente, internet. Conectado
con sus hermanos de España mediante las redes sociales Facebook, Instagram,
Whatsup. Vencido por el sueño se acuesta. Las gotas caen sobre la tierra regada
por las lágrimas del Niño Dios. Le recuerda. Recuerda la mañana. Las cuevas de
reducidas dimensiones donde la Sagrada Familia vivió. Allí, quien es el Señor
del Universo, el Creador de todas las cosas, el Inmensamente Rico, vivió.
Siente la cercanía de aquel Niño a quien admira y desea imitar. Con temblor se
estremece al contemplar la abismal distancia entre Él y él. En una cueva María,
José y Jesús se refugian de la lluvia de febrero. Sin más abrigo que las
piedras y un manto. Su vida es semejante a la de los gitanos que se refugiaban
en las cuevas del camino de Montaverner a Alfarrasí. La cueva es la vivienda de
los pobres, los marginados, quienes no tienen un pedazo de solar donde
construir un hogar y han de arañar a la roca su casa. Sin luz, sin agua
corriente, sin calefacción central, sin wifi, sin..., sin... Y se pregunta si
realmente ama a Cristo y quiere vivir como Cristo, o más bien, imitando al
viejo Adán, a sus primeros padres Adán y Eva, no habrá robado a la higuera del
evangelio cuatro trozos pequeños para cubrir su pecado: vivir como Dios. Cara
gota de lluvia es un dardo contra la piedra de su corazón. Mañana se levantará,
desayunará, tomará el autobús, visitará el lago de Genesaret y sentirá la
presencia de Dios. Siempre encontrará hojas de higuera para cubrir su
pecado.
8 de enero. Magdala.
La tarde nos acompaña
en la excursión hasta Magdala. Miro a través de la ventana del autobús. La
fuente de María nos saluda. Nazaret se extiende sobre las laderas y montañas.
En una de ellas sus vecinos intentaron despechar a Jesús. Antes, había marchado
hacia el Jordán y el desierto. Regresa a su pueblo. Es el hijo de José, el
carpintero. No descubre en ellos la fe. ¿Cuántas horas pasaste caminando por
estos montes, prados y verduras, buscando la voluntad del Padre en el silencio
del rumor de los árboles? “El hijo de José está raro, no el mismo que antes de
partir hacia el Jordán. Juan lo ha trastornado”, pensarían quienes creían
conocerte, porque habían comido y bebido contigo en la Pascua. Jesús tampoco se
siente cómodo en este lugar y decide marchar hacia el lago de Genesaret, los
pueblos a los que en numerosas ocasiones había viajado con José para trabajar.
El paisaje ondulado con las verdes mieses fundiéndose en el azul celeste. Por
allí, no, quizás fue por allá, caminó, solitario, pensativo y taciturno Jesús.
Y busco en el horizonte el mar de Galilea, como el viajero desea hallar pronto
la meta. Con el asombro de D. Quijote, el caballero discípulo de Cristo,
contemplo el mar y mis ojos se sumergen en el lago de Jesús. Descendemos y nos
adentramos en Magdala, el pueblo de María, la Magdalena. Destruido
precipitadamente por las legiones romanas en su avance hacia Jerusalén a
finales de los 60, fue sepultado por un deslizamiento de tierra y a principios
de este siglo durante la construcción de una casa de peregrinos descubierto,
con su calle principal, el cardo, las casas y sinagoga. Con temor y temblor
miro las ruinas arqueológicas. Con certeza Jesús estuvo aquí. La tarde declina.
En la iglesia una ventana. El lago.
8 de enero. La casa de José.
8 de enero. Las cuevas.
Amanece en
Nazaret. Los rayos del sol traspasan heridos las nubes y las gotas de lluvia.
Es nuestro primer día. Somos vecinos de María, de la casa donde ella creció y
la Palabra acampó. Muy cerca la casa de José y entre las dos el conjunto
arqueológico formado por las cuevas de este pequeño pueblo. Protegidos por los
paraguas cruzamos la transitada calle. Una verja. El faro de la cúpula sigue
iluminando. Entramos en la gruta y nos deslizamos entre el pasillo que conduce
a la sacristía. Allí, sobre los armarios las imágenes de la Virgen del Pilar y
de los Desamparados, entre otras, nos arropan con su mirada. Revestidos con el
alba y la estola nos dirigimos a uno de los lugares más santos de la Iglesia.
Nuestro guía, el obispo D. Esteban Escudero preside la misa. Aquí el Verbo se
hizo carne. Y aquí, sobre el altar, Cristo acampa en la fragilidad de la
eucaristía, la puerta abierta a la eternidad de Dios.
Concluida la
eucaristía entramos en el museo arqueológico. Los franciscanos han logrado
revelar, sacar a la luz, piedras milenarias, un grafiti con la representación
de san Juan Bautista y la cruz, no de los cruzados, sino de los primeros
cristianos, con sus cuatro cruces, los capiteles franceses destinados a este
lugar durante las cruzadas y escondidos tras la pérdida de Tierra Santa,
lamparillas y objetos de cerámica. Abandonamos la sala y nos acercamos a una de
las cuevas de Nazaret, pequeña, formada por una sala a la que se abrieron
oquedades donde los hijos dormían. ¡Cuántas veces Jesús entraría en esta cueva!
Porque en pueblo pequeño los niños conocen y entran en todas las casas.
8 de enero. La Gruta.
El cansancio de
quien apenas ha dormido desde el lunes por la tarde vence el cuerpo. Regreso a
la Casa Nova. Allí el italiano camina por sus pasillos, escaleras y salas.
Fácil imaginarse en el país europeo más similar a España. Y recuerdo a mis
amigos italianos de San Giusepe de jato, en Palermo (Sicilia): Giuseppe, Anna y
Aurora. La habitación me espera, con su solitarias camas, la mesa, la mesilla y
una ventana con su persiana veneciana de madera. La abro. Esta se encuentra en
la parte opuesta a la fachada situada frente a la basílica. Es de noche. Los
ojos se deslizan entre los edificios de la ciudad, los patios de luces, las
puertas y las ventanas iluminadas. Es Nazaret. Sobre las cuevas y calles de la
aldea de Jesús conviven cristianos y musulmanes. Escucho el silencio. Observo.
Las personas nacen, crecen, se marchan, regresan, mueren, pero el pueblo
permanece. Aquí, en este lugar en los primeros años de nuestra era Jesús jugó,
trabajó y durmió, aquí Dios comenzó a vivir la vida humana
7 de enero. Nazaret.
Nazaret,
sencillamente, Nazaret. El pueblo de Jesús. Allí comienza la peregrinación, en
la aldea donde Jesús fue concebido y creció en “sabiduría, edad y gracia ante
Dios y los hombres”. La lluvia nos acompaña. Descendemos en un parking situado
junto a la gasolinera. Y comenzamos a ascender entre las calles, con los
comercios abiertos, los coches transitando, la gente caminando y nuestra mirada
oteando en búsqueda de la iluminada cúpula en forma de lirio. La Casa Nova se
halla situada enfrente de la Basílica de la Anunciación. Es un pequeño y
acogedor hotel, donde se armonizan las centenarias piedras con las paredes y
elementos modernos. El reparto de las llaves electrónicas, la recogida de las
maletas y la subida a la habitación. En el pasillo corretea una pregunta:
“¿cuál es la clave de la red wifi? Es un signo de este tiempo, la necesidad tan
humana de estar conectados con las personas que amamos: nuestras familias, la
natural, la parroquial, la virtual de las redes sociales. La habitación es
pequeña y linda, con dos camas, la mesa, la silla, el cuarto de aseo y una
ventana. Después nos reunimos para cenar, el obispo nos invita a sentarnos cada
vez con unos compañeros diferentes. El miedo a la comida no española se
transforma en alegría: sopa de verduras, diversos tipos de ensalada, carne,
pescado, fruta y picante. Felicidad para los compañeros latinoamericanos. Y
después… la primera visita a la santa gruta. Apenas unos metros hasta la
puerta. Entramos los peregrinos. La iglesia inferior ha crecido desde la casa
de María, la casa de Nazaret, donde desde el siglo I los cristianos hemos
venerado el misterio de la Encarnación del Verbo, la Anunciación. Silencio,
emoción, arrodillados rezamos. Aquí el Verbo se hizo carne. Aquí.
7 de enero. Tel Aviv.
Desde la
Iglesia Parroquial de San José de Benissuera hasta la Iglesia de San José de
Nazaret distan en línea recta 3.877,19 kilómetros. Un gran trecho entre España
e Israel y sin embargo durante siglos no fue obstáculo para que numerosas personas,
abandonando la seguridad de sus tierras, partiesen en busca de los Santos
Lugares, donde Cristo vivió, murió y resucitó. Cuanto más con el avión
comercial han sido millones de mujeres y hombres procedes de los cinco
continentes que hemos caminando siguiendo las huellas del Maestro. La
peregrinación comenzó con el tañido de las campanas del Miguelete anunciando la
medianoche del 7 de enero. Desde la plaza la Reina de Valencia, a las 12 con
los compañeros partimos hacia el Aeropuerto Adolfo Suarez de Barajas y de allí
al amanecer a Tel Aviv. 4 horas 30 minutos tarda un avión en cruzar el
Mediterráneo desde el centro de España. Desde la ventanilla contemplo con
emoción la costa de Palestina, la Tierra Prometida, el dorado de sus playas.
Sientes que eres Moisés desde el Monte Nebo, el pueblo de Israel descendiendo
hacia la depresión del río Jordán. Y al abandonar el aeropuerto Ben Gurión,
miras alrededor, pisas la bendecida tierra donde Dios acampó. Nazaret está
cerca. “Ya he llegado a tu tierra, Señor”. Y el autobús nos traslada por las
autovías, son las cinco de la tarde, hasta Nazaret, el pueblo de Jesús, alzamos
los ojos y miramos: la cúpula de la Basílica de la Anunciación. Silencio.
6 de enero. Plaza la Reina.
Concluidas las
fiestas navideñas quien os escribe, la noche del 7 de enero, partió hacia el
país de Jesús, los Santos Lugares donde con certeza quien es la razón de
nuestra existencia vivió. La peregrinación había sido organizada por el
Arzobispado de Valencia con la finalidad de ofrecer ejercicios espirituales, es
decir, unos días de oración, a los peregrinos. El grupo estaba formado por el
guía, el obispo auxiliar de Valencia y emérito de Palencia, D. Esteban Escudero
Torres. Hombre bueno, humilde, inteligente y gran conocedor del país de Jesús
debido a sus más de veinticinco años organizando y dirigiendo peregrinaciones a
este lugar. A él nos sumamos el vicario general del Arzobispado, D. Vicente
Fontestad, dieciséis sacerdotes con servicio en la Basílica, la Catedral y las
parroquias y un diácono permanente casado. Cada uno desde nuestra experiencia
vital nos sumergimos en este país donde lo importante no es el como son los
edificios, sino quien estuvo allí: Jesucristo. Porque cuando amas a una persona
y a Cristo se le ama profundamente como soltero o casado, lo que deseas es
conocer el lugar donde vivió. Los espacios configuran nuestra personalidad. Una
parte de nosotros es fruto del pueblo en el que vivimos durante la infancia y
los lugares donde vivimos.
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